Me hago eco de un magnífico artículo escrito por Javier Cercas y publicado por El País Semanal el pasado domingo 16 de junio que pone de manifiesto el gigantesco engaño al que fueron arrastrados multitud de inmigrantes llegados a Cataluña en los años sesenta en aras de una falsa integración.
La gran traición.
Javier Cercas
"En
una de las crónicas sobre el juicio al procés
que se publican en este periódico, Pablo Ordaz narra cómo, durante una sesión,
los testigos separatistas “se erigen con toda naturalidad en la totalidad del
pueblo”: “Aunque las urnas digan una y otra vez que el voto independentista no
es mayoritario, el relato de los testigos consigue hacer invisible a la otra
mitad”. Y concluye: “El independentismo consigue llenar todos los días el salón
de plenos de una parte de Cataluña que se considera el todo”.
Esa
es la cuestión. El pacto central de la Cataluña democrática lo formuló así su
patriarca, Jordi Pujol: “Es catalán todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”.
Cientos de miles de emigrantes arribados de toda España en la posguerra, gente
muy humilde en su inmensa mayoría, se lo creyeron; mis padres también se lo
creyeron, y criaron a sus hijos en consecuencia. Es verdad que mi madre, que
llegó casi sin estudios, con más de 30 años y cinco niños, no habla catalán, y
por tanto es de esas personas a quienes el actual presidente de la Generalitat
llamó, en un artículo memorable, “carroñeros, escorpiones, hienas” y “bestias
con forma humana”; pero mis hermanas y yo no somos como ella. Nosotros no sólo
vivimos y trabajamos en Cataluña, sino que adoptamos las costumbres catalanas,
nos sumergimos en la cultura catalana, aprendimos catalán hasta volvernos
bilingües, nos casamos con catalanes de pura cepa, educamos a nuestros hijos en
catalán e incluso contribuimos con nuestro granito de arena a difundir la
cultura catalana. Todo en vano. Aunque hasta el último momento hicimos lo
posible por seguir creyendo que éramos catalanes, en septiembre y octubre de
2017, cuando todo estalló, supimos sin posibilidad de duda que no lo éramos.
Catalán, lo que se llama catalán, ya sólo lo era quien quería que Cataluña se
separase de España; quien no lo quería, ya sea por apego sentimental a España o
porque, como yo, es del todo incapaz de entender las virtudes de la separación
y la considera una causa reaccionaria, injusta e insolidaria, no computaba como
catalán, al menos para los políticos separatistas. La prueba flagrante de ello
es que tales políticos hablan por sistema en nombre de Cataluña y juzgan que el
problema catalán es un problema entre Cataluña y España, y no lo que es: un problema
entre catalanes, más de la mitad de los cuales hemos dicho una y otra vez, en
todo tipo de elecciones, por activa y por pasiva, que no queremos la
separación. Por eso el nacionalismo es incompatible con la democracia: porque,
cuando se trata de elegir entre la democracia y la nación, elige siempre la
nación. Para los políticos separatistas en el poder, los catalanes no somos
quienes vivimos y trabajamos en Cataluña, sino sólo quienes, además, son buenos
catalanes, fieles a la patria y votan lo que hay que votar. Los demás no somos
catalanes, no contamos, no existimos; basta ya de hacerse ilusiones:
probablemente nunca lo fuimos, nunca contamos, nunca existimos. Esto es lo que
escondían las proclamas unanimistas del procés (“Un sol poble”, “Els carrers seran sempre nostres”),
los disciplinados desfiles de cada 11 de septiembre y la sonrisa de la
revolución de las sonrisas: una traición descomunal.
La
palabra es dura, pero no encuentro otra: nosotros fuimos leales al pacto que
fundó la Cataluña democrática; los separatistas, no. Que yo sepa, ninguno de
ellos ha pedido perdón, y no sé si alguno tendrá el valor de hacerlo. Lo cual
significa que, a menos que la democracia se lo impida, volverán en cuanto puedan
a poner la nación por encima de la democracia. Me alegro de que mi padre no
haya alcanzado a vivir esto, y de que mi madre apenas lo entienda. Por lo
demás, mentiría si no añadiera que ahora mismo mi sentimiento fundamental es
una mezcla de incredulidad, de humillación, de asco y de vergüenza, y que a
veces me pregunto si, además de una traición descomunal, no habrá sido todo,
desde que con cuatro años llegué a Cataluña y el primer día mi padre me dijo
que a partir de entonces iba a ser catalán y me enseñó la primera frase en
catalán que aprendí (“M’agrada
molt anar al col·legi”), una inmensa estafa."
El País Semanal. 16/junio/2019
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