Tengo
sesenta y un años. A mi alrededor cada día se hace más y más evidente la
existencia de un grupo social, cuya edad se encuentra entre los cincuenta y
setenta años, que no contempla en su horizonte más inmediato envejecer.
Han
llevado una vida razonablemente satisfactoria. Sus padres les inculcaron la
idea de que la formación y los estudios pondrían en sus manos la consecución de
un puesto de trabajo para llevar una existencia digna. Han podido realizar
largas carreras profesionales de treinta, treinta y cinco y cuarenta años de
servicio. Se casaron, tuvieron hijos y adquirieron una identidad.
Vieron
como el mundo agrario de sus padres desaparecía y como la ciudad ocupaba más y
más espacio en sus vidas. Se les exigieron sacrificios pero fueron capaces de
sobreponerse a los momentos más críticos porque fueron educados en la
referencia a unos valores de superación y esfuerzo. Se convirtieron en hombres
y mujeres independientes que trabajaban para vivir, porque nunca se olvidaron
de vivir.
Ahora
cuando les llega la hora de jubilarse se siente plenos y quieren dedicar el
resto de sus vidas a aquellas actividades a las que no pudieron dedicar todo el
tiempo que hubieran querido mientras trabajaban y que ahora que pueden quieren
disfrutar. Están en el mundo, han hecho ímprobos esfuerzos por no desligarse de
la realidad, pero disfrutan, y
mucho, con el contacto humano, con el
cara a cara con sus amigos, sus hijos y sus nietos.
Este
nuevo colectivo está estrenando una edad que el otro día, y creo que muy
acertadamente, uno de sus componentes bautizó como JUVENTUD CONSOLIDADA. No
miran la juventud con nostalgia es que se sienten jóvenes, física y
mentalmente, hacen gala de ello y quieren vivir su vida, no la de los demás.
Llevan la juventud dentro, celebran el sol cada mañana y sonríen.
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